No puedo estar en Santander en fiestas, el trabajo me lo impide. Pero me cuenta José Manuel que no me pierdo nada nuevo, que son un remedo a menos de las del año pasado, y de las del anterior, y de las del otro…
Hace años que la Semana Grande se quedó estancada en feria de toros, feria de día, circo sin animales y ‘ferias’ con cada vez menos caballitos y más bingos. Se invita a la gente a la calle a base de vino y pincho a 2,50, y de espectáculos musicales para mayores muy mayores. La Semana Grande ya no es lo que era. Falta imaginación para darle una vuelta que no sea a la plaza ni repetir lo que hace años fue innovación pero ahora solamente supone vagamente repetir, sin contexto ni novedad.
Las fiestas de los pueblos son un compendio de iniciativas ciudadanas e institucionales. En esa colaboración está la esencia que se mantiene intacta en cada celebración. Los mejores festejos locales son los que organizan los que luego los disfrutan como protagonistas, porque se implican en su diversión, porque escogen cómo y con qué divertirse, porque se corresponsabilizan del éxito o del fracaso de la fiesta. En Santander casi todo viene siempre dado por añadidura. Los ciudadanos son espectadores estáticos -y a veces sufrientes- de las ideas de un par de ellos que ni preguntan ni admiten consejos, ni consiguen ser originales. Que si el pañuelo azul patrocinado, que si la feria de Santiago, que si la Feria de Día, que si títeres para los niños, que si conciertos en ‘La Porticada’. Hace años que el programa no cambia, y hasta las fiestas necesitan renovarse.
Es cierto que la gente, aún así, se divierte y llena la calle. Pero el modelo está superado, por pasivo, y necesita de la invitación institucional a la ciudadanía a diseñar otras fiestas, participativas, plurales, modernas, cosmopolitas. Sólo es precisa voluntad y generosidad de los que ahora firman el diseño, en la creencia de que es el único posible, que puede mejorar si suma.
Víctor Javier