
De Joseph Ratzinger[1], conocí poco, sólo algo de su notable trayectoria académica, en especial cuando hace ya algunos años (2008) había empezado una serie de Ejercicios Espirituales encaminados a adentrarme en la profundización del conocimiento de JESÚS, en dos vertientes: El JESÚS de la HISTORIA y el CRISTO de la Divinidad. No tenía prisa, ni quería concentrarme afanosamente en adquirir conocimientos, sino en adquirirlos en la misma medida que se incorporaban profundamente en mí, fruto del estudio, la meditación y la asimilación de conceptos y conocimientos difíciles de interpretar desde mi mentalidad más científica, que filosófica y, desde luego, teológica.
Terminado un ciclo de “Las Bienaventuranzas, corazón del Evangelio” y, en la cercanía de la Semana Santa, hablé con un amigo de la Universidad, y me sugirió que, si quería leer a un “Premio Nobel de Teología”, sobre JESÚS de NAZARET, leyera el libro del entonces Papa Benedicto XVI. En un Seminario sobre Teólogos Cristianos en la LMU de Múnich, pude visitar incluso la Catedra de Joseph Ratzinger y ver algunos de los sitios habitualmente usados para sus clases y actividades académicas. En ese trayecto me he leído varios de sus libros y en cada uno como en sus homilías o mensajes, encontré a un erudito conocedor como nadie de las bases teológicas del cristianismo y de su necesidad de reorientarse, redefinirse y realizarse de nuevo.
En su testamento espiritual escrito en 2006, nos legó un mensaje: “Manténganse firmes en la fe. No se dejen confundir”, de inconmensurable fuerza y trascendencia.
¡Descanse en Paz!, quien nos iluminó con su ejemplar vida y huellas singulares de amor a Jesús. Dicen que sus últimas palabras fueron: “Jesús, ich liebe dich” (“Jesús, te amo”, en alemán).
Jorge A. Capote Abreu
Santander, 3 de enero de 2023
[1] Joseph Aloysius Ratzinger nace el 16 de abril de 1927 en Marktl am Inn, en la Alta Baviera (Alemania), muy cerca de la frontera con Austria, en una familia profundamente católica. Debido a la profesión de su padre, policía, Ratzinger vivió lo que él llamó “un peregrinaje constante”.