
Desde los primeros cursos, en todos los libros de Lengua aparece la lección que trata sobre la Comunicación: han mejorado los mapas conceptuales, dibujos, diagramas, esquemas y demás aspectos visuales y gráficos de todos los elementos que configuran dicho fenómeno tan importante, esencial y básico desde tiempos inmemoriales para las relaciones humanas. Y hoy más que nunca en nuestra actualidad sea presente o en línea.
Pues bien: por recordar algo de ese entramado, citaré la importancia de la bidireccionalidad, y sin ánimo de ponerme exquisita con la terminología, acudo a la raíz del proceso que nos ocupa: el emisor envía, “emite” un mensaje a un receptor, que se supone y espera, lo “recibe”.
En este caso concreto, ambos, emisor y receptor, conocen el código lingüístico (español) y el canal, la escritura.
Si yo, emisora, mando un mensaje a un receptor y este da la callada por respuesta, la comunicación entre ambos dista mucho de producirse, vamos, que mi mensaje se pierde en el ciberespacio, en el correo electrónico, en la carta postal o en cualquier otro canal por el que yo lo he lanzado. Y se me pone cara de tonta y rictus de pasmo. Y no es porque esté esperando la respuesta inmediata, no…lo único que recibo es la nada. Silencio absoluto.
Voy llegando a mi objetivo de hoy: muchas de las instituciones oficiales de nuestro país, organismos públicos, entidades varias y variopintas, que sostenemos con nuestros impuestos, hacen caso omiso de nuestros mensajes que los hay de todo, cierto: informativos, peticionarios, quejosos y hasta reivindicativos, agradecidos y laudatorios. Esa actitud de total indiferencia muestra un desinterés palmario de nuestros representantes que lucen en la página web de su respectivo negociado un departamento de comunicación, y alguno más rimbombante hasta hace gala de “relaciones exteriores”; y me planteo yo si solo es una pestaña a la que pulsar, esperar y observar que no se despliega nada, o como mucho, una dirección de contacto a la que dirigirse, pero eso sí…la respuesta: llegará o no. Toda una incertidumbre. Constato que en la mayoría de casos, no hay receptor.
Me dirán los ínclitos responsables que no tienen tiempo, ni recursos, ni…ni…ganas, diría yo.
Hace algunos años, mi hija estaba en USA haciendo un curso académico, y para una asignatura eligió el tema de la sanidad en dicho país. Su profesor la animó a que mandara el trabajo a la Casa Blanca y a vuelta de correo, recibió una respuesta exhaustiva, firmada por Obama.
No somos tan ingenuos como para creer que el presidente se tomó la molestia de empuñar estilográfica y estampar su nombre, ni tan siquiera que el equipo de comunicación leyó el trabajo de una escolar extranjera.
Pero, hete aquí, que alguien avispado en relaciones sociales y en comunicación, debió inventar una plantilla, una rúbrica con diferentes ítems según el pelo de los mensajes (“cienes y cienes” de ellos) que permitía la respuesta: automática, mecánica, impersonal, robotizada.
Pero ya se había producido la comunicación.
En España nos hemos puesto las pilas, pero como en algunos aspectos, vamos a rebufo y a medio gas.
El día que yo sea ministra, contrataré a alguien o a “alguienes” para garantizar ese proceso tan necesario como es el encuentro entre emisor y receptor.
Y como solo se dice el pecado y no el pecador, en esta ocasión eludo y omito el nombre de alguna diputación, algún ayuntamiento y algún ministerio cuya respuesta a mis mensajes brilla por su ausencia.
¡¡Cuánta falta hace hoy la comunicación!! De ida y vuelta: esa que pone en contacto a emisor y a receptor y se encuentran ambos. Con la que está cayendo…