
Ayer, al fin, me atreví a salir para pedir. Me fue muy duro, y me demoré mucho en tomar esa decisión, no sabía cómo, ni que pasaría, me avergonzaba solo pensar que me pudieran ver, y que pudieran saberme en ese estado. Fueron días enteros pensando en que haría, y si no habría otra alternativa, sino aparecería una señal, una noticia, que me permitiera salir de aquella incertidumbre y lucha interior y de aquellas penurias.
Llevaba varios días, luchando conmigo mismo, el cómo y sobre el todo el cuándo empezar…
Desde que tomé la decisión de acudir al comedor de la asistencia social, que fue también una decisión muy dura, pero imprescindible, si por lo menos pretendía proporcionarme una comida caliente al día, sabía que, a mi edad, ésta pendiente era muy difícil de superar. Nadie puede imaginarse lo que es tener que enfrentar un despido y una situación de desamparo como la que se crea en un hombre que, a los 62 años, tras más de 40 años de trabajo precario y mal remunerado, con una familia rota y el abandono de su mujer e hijos, se ve en el paro y casi en la pobreza de solemnidad, dependiente de la caridad para comer y suplir las cosas más elementales de la vida. Por suerte, aún conservo la buhardilla que caritativamente me facilitó Doña Mercedes para que pudiera estar, porque si no estaría en la calle. Una buhardilla de apenas 12 metros, en la que almacenaba, a modo de trastero, sus trastos viejos, y donde me hizo un hueco con una colchoneta, y una pequeña mesita para mis cosas. La única ventana de la buhardilla, rota, estaba orientada al noroeste, por lo que la humedad y el frio eran mis compañeros permanentes, pues el sol apenas se podía distinguir en algunas horas y días en los meses primaverales y de verano, pero en este otoño lluvioso y frio, imposible.
Dios guarde a Dª Mercedes que, generosamente, algunas veces me llamaba para darme pan y algo de comer que le quedaba, y que así me permitió soportar mucho tiempo, antes de enfrentarme a la necesidad de salir a convivir con los más desposeídos de los desposeídos de esta ciudad, cada vez más distanciada de los que hemos quedado al borde del camino…
El silencio en que me envuelven las circunstancias me permite oír y mirar con mayor agudeza a los que me rodean, que deambulan o caminan en mi derredor apresuradamente bolsas en manos, o simplemente andan por la alameda principal de esta ciudad, donde hoy he decidido pedir limosna, no sin pocos tropiezos para que me sorteara un lugar, un pequeño espacio, donde colocar mi sombrero y un cartel mal escrito y con faltas ortográficas a exprofeso para lograr mayor conmiseración de los viandantes.
Yo no sabía que los espacios y rincones para pararse a pedir, están asignados o designados por aquellos que dirigen o controlan la mendicidad, yo desconocía que esas leyes ocultas estaban vigentes y, que además su violación es motivo de trifulcas y luchas como si de un apetitoso rincón de fortuna se tratara. Mendigos de toda estirpe, litigian sus rincones a gitanos y mafias que explotan a extranjeros con dolencias o sin ellas que colocan a pedir como sus “apadrinados”, a costa de un porciento de su mísera recaudación. Se afanan en conservar “sus propiedades” con la misma y absurda idea de propiedad-posesión que tienen los acaudalados de cualquiera de sus bienes raíces o mobiliarios.
Me sobrecogí, con las primeras monedas que gentilmente depositó en mi sombrero un hombre, más o menos de mí misma edad, a quien agradecí aquel gesto, con una inclinación de la cabeza, y un “Que Dios se lo pague”, como en la película de Arturo de Córdova…, mientras oía conversar a dos muchachas de sus cosas de juventud con la sonrisa siempre adornándoles la vida y enalteciendo, más aun, su belleza. Porque aquí, en este sitio privilegiado de la vida, enmascarados en esta posición de mendigo, se pueden oír y ver muchos de los más variados matices de esta sociedad, anquilosada en el medioevo, en muchas cosas y electrónica y modernista en otras, pero hipócrita y doble en sus conductas. Recuerdo cuando, sin quererlo escuchaba a dos señoras, de las de postín, como comentaban sin ningún reparo las supuestas frivolidades de la amiga que acababan de despedir, y las valoraciones que emitían de su conducta ética y social, a quien minutos antes besaban y manoteaban en señal inequívoca de afecto y amistad, a la salida de la Iglesia.
Ya no sé cuántos días llevo en esta mi nueva máscara, mi nueva situación, inicialmente considerada humillante, pero en ningún sentido así lo considero, más bien enriquecedora, si de tomar experiencias y valoraciones de la conducta humana se trata. No es menos cierto que en un principio, además de lo lastimoso que me resultaba pedir limosna, estaban los esfuerzos por no expresar ningún sentimiento de admiración o asombro ante lo que oía a mi derredor, así como soportar las ráfagas de aire tormentosos que en estas tardes de otoño nunca faltan, y más en el pasillo central de la alameda, ni lo incomodo de la posición que me recomendaron adoptar por ser más lastimosa y conmovedora. Porque los consejos de los más expertos no te faltan; que no muestres las monedas que te han dado, siempre el recipiente plástico debe estar vacío para incitar a dar algo; que en la puerta de la Iglesia de los Franciscanos, donde acude lo más puro de la burguesía local, las limosnas son más generosas; que en semana santa se “gana más”, que no traigas esa chaqueta, que esta raída pero no sucia, que hace falta “ganar en imagen”, etc., etc.
No me faltaban, día a día, cosas por aprender de esta vida, de este submundo de la mendicidad, cuando dos policías me piden que me levante y les muestre mi DNI… ¿Mi DNI?, les pregunté, un poco asombrado de aquel injustificado y sorprendente reclamo… Sí, su DNI, enfatizaron, aunque uno de los dos policías, me dijo: Bueno, algún medio de identificación que Ud. tenga…
Pero, mire señor, si yo aquí no solo no molesto a nadie, sino que me veo en la triste necesidad de pedir limosna para poderme llevar algo a la boca, imagínese Ud., si ya hace tres años que me quede en el paro, y vivo en una buhardilla de una casa abandonada al lado del Cementerio de Ciriego, que Dª Mercedes, que en paz descanse, por caridad me cedió para que al menos pasara las noches protegidos, y que sus hijos Luis y Ernesto, han aceptado mantenerme hasta hoy. No recuerdo, cual es mi DNI, debo tenerlo en algún rincón de la buhardilla, quizás en alguno de los sobres con papeles que guardan las últimas comunicaciones de mi despido, o quizás en una bolsa con ropa que aún no he sacado para revisar. Siga en paz, buen hombre, fue la frase con la que se despidieron, y desde entonces, cada día cuando me ven, me saludan, que junto a Aniceto, el de la carnicería, y algunos “clientes” que me dejan su limosna y se llevan mi “Que Dios se lo pague”, son las únicas veces que articulo palabras, porque todo el tiempo, vivo en silencio el espectáculo diario de mi vida de hoy, pidiendo.
Jorge A. Capote Abreu
Santander, 04 de abril de 2020